Entrevista a La Mona Jiménez
Por Marcos Calligaris

“Mis dioses están en la tierra y no en otro lado”

(Julio Cortázar en referencia a Louis Armstrong)

12:30 hs

Cuatro personas de La Calera esperan en la puerta de Fernando Fader al 3000. A una de ellas le suena el celular; el ringtone emite una canción que pertenece justamente a la persona que, pese a la baja temperatura, continúan esperando.

Un corpulento guardia de seguridad está apostado en la puerta del ídolo cordobés, con las manos en los bolsillos, también desafiando el frío de junio. Poco a poco empieza a caer gente, son seis, quince, treinta. Todos hablan bajo como en una procesión y no alteran la tranquilidad del aristocrático Cerro de las Rosas. Es viernes. Carlos Jiménez se presenta esta noche en el Sargento Cabral.

1:30 hs

Él sale acompañado de otro guardia. Ahora la cola es de cincuenta personas. Mecánicamente, como si lo hubieran hecho varias veces, se despliegan en fila india para ganar una foto. “Vamos, rápido, rápido”,  reclama el guardia. Entretanto, una veinteañera le pasa el celular al ídolo. “Mona, mandale saludos al Nacho y al Tomi”. Más atrás Germán, que había esperado paciente en un auto, le pregunta cuándo sale el nuevo disco. “En julio papá, en julio”.

2:00hs

“Disculpen pero hoy me tardé un poco porque estuve haciendo gimnasia y después me metí en el sauna; no me tendría que haber metido el sauna…”, nos dice con un dejo de culpa el artista.

No ha quedado nadie. Los feligreses se han disparado para el baile. Nos subimos a un Renault 11 gris. “No andamos en 4×4”, dice La Mona ante la cara de sorpresa que no sé disimular. No pregunto de quién ese auto ochentoso, gris, bastante dejado. Él se acomoda en el asiento del acompañante, el conductor pone primera y encara por Emilio Caraffa. El derrotero nos depositará en el tradicional Sargento Cabral. La Mona Jiménez le hace fondo blanco a un vasito de agua mineral, una gárgara y allá vamos.

“Hoy había poca gente afuera de mi casa, en verano suelen ser doscientos; la cola llega hasta la esquina”, comenta de repente, agarrándose de la manija de la puerta, que vibra al compás. El cantante nos hace sentir cómodos, incluso en un auto en el que convivimos transitoriamente dos guardias, un cantante, un periodista y una fotógrafa, claro, además de bolsos con ropa y una heladera portátil colmada con botellas de Gatorade, agua mineral y un champán. Uno confirma nuevamente el carisma de Jiménez; ese qué sé yo de los que trascienden.

Como cuando uno viaja en taxi, los temas empiezan a surgir espontáneamente. Toso y esa tos quizás le hace recordar una reciente polémica que lo ligó con la gripe “A” tras unas vacaciones en México. “Desde una radio cordobesa me trataron de inconsciente, diciendo que podía traer la gripe porcina y enfermar a todos los bailarines. Me querían poner en cuarentena. Pero yo no soy tan ignorante, luego de volver de México me hice revisar en Chile y acá en Córdoba. Imaginate que yo tuve que volver a mi casa a comer un asado, y estaba mi hija, mis nietas de 3 meses y 4 años”, recuerda indignado.

Entonces lo veo como más terrenal, más humano.

El auto se detiene en un semáforo, Castro Barros y Chaco. La Mona arranca el apoya cabeza de un tirón y lo larga entre sus pies. “Ahora te veo mejor”, me dice girando su torso. Mientras tanto, por la senda peatonal cruzan dos tipos. Uno lo mira de costado ciñendo la frente, como si viera un espectro. El guardia que maneja pisa el acelerador y lo deja pagando. Quizá se quedó con la impresión de haber visto a La Mona Jiménez en un R11.  Pobre guaso, quién le va a creer…

El R11 continúa desplazándose, tranquilo y ruidoso. Un auto se le tira encima; nuestro conductor pisa el freno y lo esquiva de un lúcido volantazo. Todos cabeceamos hacia delante y rebotamos a la misma posición. Los dos guardias privados parecen no estar ahí, apenas gesticulan y musitan entre ellos algo ciertamente imperceptible. Doblamos por costanera.

-“Vamos papi”, le suelta La Mona al conductor, quien interpreta el dialecto y apura la marcha.

La costanera se hace larga, las luces de los edificios parpadean como en un pinito de navidad y la cara de La Mona se tiñe de rojo por la luz de stop del auto que marcha adelante. Así nos vamos adentrando cada vez más en la noche, la noche que es el día para el Cantante Poeta. Su jornada está empezando. “Yo soy medio gato, medio noctámbulo, bien Drácula”, dice mientras se acomoda con los dedos la inconfundible melena, y a modo de defensa esboza un argumento: “dicen que la noche es mala, pero yo estoy perfectamente de salud, por las dudas me hago un chequeo dos veces al año. Además, como muy sano, tengo cero colesterol…”. Su testimonio me recuerda que a fines de 2008, el cantante estuvo inactivo durante casi dos semanas debido a una afección respiratoria por la que debió ser internado en terapia intensiva.

– ¿A qué hora te acostás un día como hoy?- le pregunto.

– Hoy voy a llegar a mi casa a las 6, pero me voy a dormir como a las 9 porque vuelvo muy acelerado – responde, y agrega – ya te vas a dar cuenta cuando lleguemos al baile, los pibes me activan.

Vamos atravesando Córdoba y pienso en la cantidad de bailes que tiene en el lomo esta persona, el cuartetero por antonomasia; en la cantidad de personas que han cantado sus canciones, las generaciones que lo han seguido. “Hace cuarenta y tres años que canto cuarteto; los miércoles y jueves estoy grabando mi disco setenta y nueve, con temas inéditos”, me dice Jiménez, que va vestido con un fiestero saco blanco a lunares y manchas azules, celestes y negras. A la ropa la diseña su hija Natalia y él la considera ‘sagrada’.

-¿Vos elegiste la ropa de hoy? – le consulto con ingenuidad.

-No, yo ni sé qué pilcha me voy a poner, me lo dejan todo armado. A los sacos me los mido los martes y nunca repito la misma ropa.

-¿Y qué hacés con tanto vestuario?

-Debo tener cerca de seis mil prendas o más. Está todo guardado porque tengo pensado hacer el museo de La Mona dentro de unos años.

-Ah, ¿verdad?, interviene mi acompañante, todavía buscando suelo entre sus emociones.

Abandonamos la costanera y llegamos a Barrio San Vicente. No se ve un alma por “La República”, sólo la luz de un kiosco nos renueva la esperanza de vida. Ganamos unos metros y al final de la calle Sargento Cabral comenzamos a vislumbrar movimiento. De un momento a otro el barrio se convierte en un hormiguero. Una 4×4 de la policía, con sus balizas prendidas, atraviesa la calle como si fuera un gran tronco derribado por la tormenta y no nos deja continuar.

“¡Dejanos pasar, venimos con La Mona!”, le reclama nuestro conductor al policía para que nos permita llegar hasta la puerta del mítico Sargento Cabral. Sin embargo el uniformado, firme, se empeña en cumplir su deber a rajatabla y más aún ante la posibilidad de ser engañado por unos guasos que intentan pasar de pecho con un destartalado R11. ¡Faltaba más!

Subir medio auto por el cordón de la vereda fue la expeditiva resolución de nuestro chofer que debió decidirse entre la impaciencia del cantante y la negativa policial. No se puede perder un minuto más, es tarde, miles de bailarines se impacientan en El Sargento.

“¡Vamos a trabajar!”, descarga como grito de guerra La Mona y desciende. Nos metemos por una puerta trasera, pero él no se salva de las fotos, los autógrafos, los besos y hasta el mangueo de alguna entrada.

El murmullo se hace homogéneo y ensordecedor. Una pared separa el camarín de los seis mil fieles que aguardan para bailar.

Diez minutos para las 2:30. El baile está a punto de comenzar y arriban los músicos. Uno por uno, saludan a su líder y enfilan para el escenario. Como jugadores de fútbol antes de un partido, se puede distinguir en ellos la excitación por salir a escena.

“No estoy nervioso, pero sí tengo que pasar por el trono. Lo hago por cábala desde los 15 años. Me acuerdo que, cuando debuté en el Cuarteto Berna, iba a subir al escenario y me agarró un cólico. Así que desde ese momento voy al baño siempre antes de empezar a cantar. Es una cábala”.

2:30 hs.

El Sargento Cabral desborda de gente y de ansiedad. Las chapas del tinglado chillan al compás del bajo que ya empezó a sonar. Poco a poco se van sumando el piano, el bandoneón, la percusión.

El calor de los cuerpos eleva la temperatura del lugar y la helada de la noche quedó tras la puerta y en un mundo ficticio, afuera, un mundo sin La Mona.

Se cierra una puerta y como una tromba, Carlos La Mona Jiménez sale del camarín, lo veo trepar de un salto la escalera hacia el escenario y El Sargento se baña en una ola de gritos que cae sobre sí misma.

“Tarde, me he despertado tarde,
anoche nos amamos
pero tú ya no estás (…)”

Inicia el repertorio con el clásico “Laura”. Debajo del escenario, un fanático se desvive por mostrarle su rostro tatuado en el hombro izquierdo. Un hombre de unos cuarenta y tantos cierra los ojos y tararea o reza a su Dios. Mientras se arma la gran rueda central y mitológica, una chica le clava la mirada con devoción. En su brazo izquierdo puede leerse en tinta china “La Mona es Dios”. A su lado una morocha de flequillo y un flaco alto hacen señas o rituales con las manos; el cuartetero les responde en el mismo idioma, que es el suyo: “para el Marqués, Oña, para El Zorro, La Treinta, Don Bosco, Maldonado, Las Palmas, Argüello, Lamadrid, Cofico, Poeta Lugones, Ampliación América, para el Tano (…)”

De la maravilla me sacude otra canción. “Soooy Jiménez, soooy Jiménez, Jiménez soooy yo”, ofrendan a modo de alabanza, todos, que son uno, mientras el tunga-tunga hace estragos. El baile está en marcha, toda liturgia monera está en práctica. “La Mona es Dios”, leí y me acordé de aquella frase de Cortázar.