Por Marcos Calligaris

Hace tiempo que me cuestiono la trascendencia.

Yo quería ir a un lugar donde pulularan los famosos, gente trascendental, personalidades que cambian al mundo, poetas, cantantes, compositores, físicos, militares condecorados, políticos encumbrados, artesanos.

Yo quería echar un vistazo a esa gente a través de la cual la humanidad va narrando su historia. Los ganadores. Quería conocer de cerca las diferencias entre la gente que trasciende y la que no, por eso me dirigí hacia este lugar.

Hubo quienes me sugirieron ir a Hollywood Boulevard, otros me propusieron quedarme parado en la vereda de mi casa, en mi barrio ignorado, que “por allí es donde pasa la gente que importa”. Pero finalmente llegué hasta aquí.

Me encuentro parado frente a la puerta de entrada de esta ciudad que cuenta probablemente con la mayor cantidad de famosos por metro cuadrado en el mundo.

En esta urbe convive silenciosamente una comunidad que ha dado grandes aportes a la humanidad, un grupo de personas que en diversos ámbitos ha hecho que el mundo deje de ser el mismo.

Franqueo el coqueto pórtico de entrada y puedo comprobar con mis propios ojos la condición sine qua non para habitar esta lúgubre ciudad: estar muerto.

El cementerio del Père-Lachaise está oscuro, es oscuro, más que afuera de los muros, donde habita la vieja París.

No es el caso de hoy, pero a menudo los parisinos lo utilizan como parque. Parque temático de la muerte si los hay. Por esta última morada de 43 hectáreas y más de 70.000 tumbas pasan más de dos millones de visitantes al año, gente que mira a los muertos desde su posición ventajosa, al menos por un tiempo.

El nombre del camposanto es un homenaje a François d’Aix de La Chaise, conocido como el Père La Chaise, quien fuera un jesuita confesor del rey Luis XIV de Francia y que ejerció sobre él una moderadora influencia durante la lucha contra el jansenismo.

A una casa construida sobre esta colina acudían los jesuitas para reposar. Allí el Père La Chaise vivió hasta el día de su muerte.

Años más tarde, el 1 de diciembre de 1780 se cerró en París el Cementerio de los Inocentes y se aplicó tardíamente una ley de 1765 que prohibía los cementerios en la ciudad. París comenzó a necesitar de lugares para sepultar a sus muertos. Fue entonces que Napoleón Bonaparte, por entonces cónsul, decreta que “cada ciudadano tiene derecho de ser enterrado, cualquiera sea su raza o religión”. Y así nacen los cementerios de Montmartre, Montparnasse, Passy y Père-Lachaise.

El cementerio del Père-Lachaise pasó rápidamente de no tener ‘habitantes’ a llenarse de celebrities, luego de que la alcaldía de Paris organizara el traslado de los restos de Héloïse y Abélard, así como los de Molière y La Fontaine.

Camino a la muerte

Una gruesa gota de lluvia cae sobre mi cabeza y detiene su recorrido en la nuca. Ya estoy empapado, unido a la lluvia y al crudo invierno que amenaza con matarme, allí, en ese lugar tan apropiado para la muerte.

A mi costado, y en iguales condiciones, se encuentra el poeta norteamericano Ronnie Neal. ¿Que cómo sé que es poeta? Qué ironía, esas cosas no se explican con palabras. Con él vamos a recorrer la ciudad.

Comenzamos a caminar hacia el corazón del cementerio.

Así como el agua absorbida por nuestras ropas hace dificultoso nuestro andar, los árboles necrófagos nos lanzan la primera advertencia. Ellos son más fuertes y resistentes. Al final de los días continuarán naciendo y atravesando nuestras tumbas, nuestros cuerpos, nuestras ciudades y pese a todo, perduraran como aquí lo han hecho.

Me detengo ante su imponencia fantasmagórica. Los miro empequeñecido y pienso en el Edén, aquel paraíso donde todo empezó algún día y me pregunto si el Génesis no estará narrado de atrás para adelante…

–          Señora ¿sabe usted dónde está…?
–          ¿Jim Morrison? – adivina ella, probablemente al constatar nuestra juventud.
–          Sí, a Morrison es quien buscamos. – agrega mi amigo poeta. (Aunque en realidad buscábamos a Oscar Wilde.)

La mujer, paragua en una mano y ramo de rosas blancas en la otra, nos mira de arriba abajo y luego resuelve: “síganme, yo voy a visitar a alguien que está cerca de él”.

Una veintena de flores empapadas descansan sobre una tumba sin valor artístico.
“James Douglas Morrison 1943- 1971, Kata ton daimona eaytoy”, leo en voz alta.

Ronnie clava la vista en el epitafio y se muestra pensativo. Pero de repente lo escucho reaccionar: “Kata ton daimona eaytoy, ‘fiel a su propio espíritu’ en griego. Jim Morrison, sex-symbol, el provocador, ídolo rockero, símbolo de la protesta contra la guerra de Vietnam, lo atraía el chamanismo, actor, poeta maldito… ¿Sabías que lo encontraron muerto a los 27 años en la bañera de su departamento, acá a pocas cuadras? Una leyenda…”

El agua nos golpea ahora con más violencia. El silencio se traga por un momento las palabras de Ronnie.

Tras un instante lo veo voltearse hacia mí y con voz decidida me espeta: “Pero está ahí, no es nada, polvo. Ahora es nuestro tiempo, somos hombres, estamos vivos, corramos a escribir, corramos a vivir, somos hombres, él no es nada”. Nos damos media vuelta y nos marchamos, como victoriosos.

Un nocturno comienza a sonar en mi cabeza y lo silbo a medias.
“Nocturno en do menor, Op. 48, No. 1. Chopin se lo dedicó a la señorita Duperré”, arriesga el poeta con total certeza.
Ambos sabíamos que nos dirigíamos hacia donde descansan los restos mortales de Frédéric Chopin, quien por esas cosas de la muerte, reposa a escasos metros de Morrison.

–          ¿Qué hace Chopin acá, si era polaco?, pregunto.
–          Y vos sos argentino, me responde Ronnie.
–          Pero yo no soy Chopin, ojalá supiera tocar el piano…
–          No, no sos Chopin. El está muerto desde 1849.

De repente pienso en Isabel Allende, hace unos días la escuché decir: “vamos a ser polvo, tú y yo”. Lo repito en vos alta.

–          Sí, vamos a ser polvo, todos, sin excepción pero este es nuestro tiempo. Morrison y Chopin ya tuvieron el suyo, insiste Ronnie.

De repente me dan ganas de salir corriendo, de cantar, de aprender a tocar el piano, de vivir, de aprovechar el tiempo. ¿Acaso no somos tiempo?

La lluvia se vuelve torrencial.

–          Hay que ser vivo para recorrer un cementerio un día de invierno, con lluvia, sin paraguas…
–          ¿Cómo?, me pregunta ingenuamente Ronnie.
–          Nada, nada, le respondo. Es un mal chiste.

A pesar de que no vimos casi nada, no queremos ver mucho más, ya fue suficiente. Pero estamos atrapados en los laberintos del Père Lachaise y es difícil escapar. A medida que buscamos la salida, pomposos mausoleos, pequeños lúgubres palacios nos cortan el camino y un desfile de muertos nos habla. Yo les escucho decir que no perdamos el tiempo, ellos lo saben por experiencia.

–         Mirala a Edith Piaf, qué lindo que cantaba.
–         No, no… mi preferido es este, Yves Montand. ¿Sabías que tuvo un romance con Marilyn Monroe?
–         Y aquel del busto es Honoré de Balzac. Escribió 137 obras entre novelas e historias interconectadas que retratan la sociedad francesa en el período que abarca desde la Restauración borbónica hasta la Monarquía de Julio. ¡Qué escritor!
–         Debe haber sido. Y qué peinadito que tenía…
–         Hablando de escritores. Mirá quién está acá. ¿Leíste El retrato de Dorian Gray?
–         No. Wilde es una deuda todavía.
–         Este es Gilbert Bécaud, te recomiendo que escuches ‘L’indifférence’.
–         I’ll do it.

Por fin veo una luz al final del camino. Pero esta es la luz de la vida. La salida está frente a nosotros. Atrás nuestro todavía sigo viendo nombres. Eso son, nombres: Georges Bizet, Pierre Bourdieu, Auguste Comte, Eugène Delacroix, Gérard de Nerval, Camille Pissarro, Marcel Proust, Guillaume Apollinaire, María Callas, Gustave Caillebotte y tantos otros.

Ahora caminamos cuesta abajo hacia la ciudad. Ronnie anota algo en su Moleskine. Yo tengo apuro. Acabo de entender que trascender es estar vivo.